viernes, 25 de mayo de 2012

¿Por qué los cuentos?

Ignoro por qué la novela siempre fue un territorio inhabitable. Para leer se requiere una línea de continuidad emocional, el entusiasmo permanente por la temática, por la historia, por los perfiles de aquellos personajes que nos sometieron a sus pasiones y apasionamientos. Pero la vida no tiene el tiempo ni el compás de la novela, no es un océano calmo en el que la contemplación extática, el dolor o la ira se sostenga en el vaivén de las experiencias que se suceden.

A menudo, los odios se tornan en indiferencia; el dolor da paso a la lozanía alegre; la furia fiera de un instante ruin termina por difuminarse como una mancha que a su recuerdo se nos hace incomprensible. Quienes toman venganza u optan por el golpe al mentón, el estrangulamiento o el insulto, terminan por arrepentirse a la luz de la inexorable atenuación de la emoción que los produjo.

Quien escribe una novela traza las líneas de una historia, define el carácter de cada personaje, elabora el conflicto planificando la trama hasta la cumbre y el desenlace. Sin embargo, aquella novela que inicié cuando era cautivo de pensamientos, pasiones y prioridades que hoy me son ajenos y distantes; salta a mis ojos como una narración sin fuerza, sin fundamento, sin amor. Quien escribe ama sus contenidos, quien se extravía en la distancia y se enajena de su texto, termina por perderlo irremediablemente.

Solo quien sea un novelista de oficio y sangre, de indubitable vocación y hábito, podrá sostener el ritmo y la vida de la historia que hace un tiempo empezó.

Entre tantos raptos y recovecos, esas son las razones que explican que mis cuentos se redondeen para mal o para bien, mientras las escasas novelas que concebí terminaran en un inefable collage de situaciones que nunca se llegaron a conectar. Escribo cuentos y los que me he empeñado en culminar conjugan al final un libro (que espero o temo publicar) que está dedicado al miedo. Cada historia reproduce una aprehensión. El terror ante situaciones aparentememte sencillas, pero que nos quiebran a menudo constituye el centro de esta publicación en camino.

Quizás, finalmente, no de a la luz y quede empantanada entre las tinieblas de un archivo de texto. Quizás sean torpes relatos echados a la ventura en el ordenador, que no merecen una mayor lectoría. Lo que fuera, lo que define a este "escritor" volátil, aéreo y arisco con su propia prosa es la incapacidad para las historias grandes. Odio las descomunales extensiones, los desiertos, las planicies extensas que no concluyen en alguna parte. Lo digo aun cuando, de suyo, un cuento exige más que una novela: sujeción a la técnica, precisión, concisión e ingenio.

¿Por qué escribir cuentos sobre el miedo? El miedo nos domina con su empuñadura de hierro, morir, echarse boca arriba a corazón abierto (entre estiletes), cruzar el viento muy arriba en una caja voladora, hundir el pie en el linde de la vida o la muerte de quienes amamos, quedar en la calle sin empleo y en rojo mientras nos asiste el empeño y la responsabilidad por otras vidas, el desamor del otro o la otra, el robo, el terremoto bestial, el asteroide a la mala, las tinieblas densas y espectrales... El miedo nos curte, pero nos captura porque reduce el espacio en el que nos movemos, nos triza, nos crispa, nos posterga y, en ocasiones, nos aniquila.

Una novela no podría contener con firmeza el tema que hoy me impulsa y me socava, podría ser que en unas semanas sea el hambre, la sed, la soledad, el conflicto, la euforia o el heroísmo los que ejerzan sobre mí una nueva fascinación literaria. Los temas se suceden como la vida sucede. Cada experiencia arrastra sus sedimentos, avanza en una sola capa, donde la pasión confluye con cada rincón que nos depara la vida. A la cólera sucede la jovialidad como a la situación acongojante ocrispante sigue la de alegría, risa o amor. Ces't la vie. La vorágine es razón suficiente para apurar los cuentos, pues mañana podrían ser historia.

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