jueves, 29 de noviembre de 2012

Buscando historias y personajes

De pronto el escritor recuerda una vieja historia real, ocurrida muchos años atrás y muy cercana a él.  Una mujer, tras casarse con un señor X, envió a un internado a su hijo ilegítimo (así lo llamaban, pero llamemoslo Ricardo). El hijo fugó tres veces del internado y retornó a la casa de la madre, empecinadamente al lado de ella, el único ser que tenía. Volvió con ella y, por cierto, con su padrastro indolente y sus dos hermanastros engreídos y privilegiados, que eran la tierna dilección del matrimonio.



Alguna navidades, la familia feliz abordaba el viejo Ford para visitar a algún pariente cercano. Cerca de la medianoche, los niños reidores y sus padres salían, dejando a solas a Ricardito, que trasponía el umbral hacia la calle, dubitativo y triste, para caminar y caminar sin rumbo definido.

Aquel niño creció. Al margen, definitivamente al margen, en una habitación precaria de la que era desalojado  para darle espacio a un huésped de ocasión. La casona operaba de pensión y la familia genuina de aquel niño abandonado a su suerte empezó a ser solo aquel tropel de pensionistas que iban y venían sin concierto.

Cuando alcanzó cierta edad, Ricardo, ahora el joven Ricardo, no recibió una educación convencional, tampoco la recibió antes, pues la prioridad era la buena instrucción de los hijos "legítimos" de la familia. Fue enrolado por una empresa estatal y dio a parar a una remota provincia, entre aires densos y silencios inabarcables. De todos modos, la soledad había sido su sino. No soportó la soledad provinciana y tornó sus pasos nuevamente a casa. Fue devuelto por la madre y persistió, como en los tiempos del internado. Finalmente, en casa se quedó.

La madre, desalmada, no se ocupó sino de sus engreídos de la estirpe. Aquel joven hijo suyo que antecedió a su familia que ahora la ocupaba, fue el resultado de una apasionada y efímera relación con un gallardo comandante del glorioso ejército peruano, que cuan gallardo le dio un apellido y un ancho espacio de ausencia y olvido. El militar solo lo visitó una vez, cuando niño. Una lata de chocolate, que conservó por años, fue el único recuerdo de su padre. Así fue.

Un buen día, el joven Ricardo descubrió que, aprovechando los viajes de su padrastro, el señor (llamemósle Arosamena), de buena alcurnia; pretendía cortejar a su madre. Él la defendió cuanto pudo de los embates de aquel. Arosamena mutó el deseo en resentimiento. Los rechazos de aquella mujer le eran intolerables. Trabajaba en casa, Alipio, un joven ayudante proveniente del ande, leal a la señora y servidor sin remilgos. Alipio contenía sus furias cuando Arosamena agredía y sitiaba a la mujer. Un buen día, nefasto para él, se trenzó en una pelea con el vil señor, golpeándolo. Alipio fue a dar a la cárcel. Arosamena movió sus influencias y el buen Alipio allí se quedó. Ricardo lo solía visitar en prisión, llevándole ánimo y frutas, alguna esperanza, una poca de compasión. La mujer nunca hiló ni recurrió a sus influencias para salvar a su servidor. Se olvidó del asunto. Alipio no existía o era prescindible. Solo Ricardo se mantuvo constante y leal al infortunado Alipio hasta que, como ocurre, se olvidó del asunto también. Eran muchos años. El tiempo difumina los contornos y corta las resistencias.

Una tarde, muchos años después, Ricardo habría de ver un tumulto al pie del reloj del Parque Universitario. Se acercó a ver y descubrió que era el buen Alipio quien yacía en el cemento. La tuberculosis adquirida en prisión terminó por matarlo.

El joven caminó cuadra tras cuadra, amilanado por su suerte y por la de los demás. Supo que el destino se ensaña con los que viven al margen, con Alipio, con él. Se alejó poco tiempo después de su madre, pues se casó, tuvo hijos, una familia por fin, una navidad con mesa e hijos, con risas y luces. La madre murió. Los hermanastros, desde luego, se apropiaron de la herencia y lo hicieron una y otra vez con garra prensil. Ricardo era, por cierto, aquel del margen, ese que con los años construyó una casa con hijos, una victoria al fin.

Hay más elementos, no cabrían en esta página, una historia verídica que nutre la trama de una novela. A veces, asumo, la vida es tan rica como la ficción si es que la sabemos ver y de ella pueden manar historias, aderezadas en sus detalles con la invención. No escribiré para el deleite de aquel o aquella sino porque la literatura puede ser también denuncia, una reivindicación del justo, un clamor contra la injusticia, la arbitrariedad, la maldad, el abuso del poder, la opresión y la infelicidad.


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