domingo, 18 de noviembre de 2012

Instrucciones para escribir un poema

Habrás de hurgar un lugar cómodo y secreto. De preferencia entre las brumas tenues de la madrugada. Un papel, una pluma, el recuerdo fresco de un gran sueño que precede precisamente a esa vigilia que pretendes explotar. Un sueño, alguna musa, los sutiles retoques trabajados por la memoria sobre un rostro fantasmal. Puede ser el cuerpo que hacía unos minutos yacía a tu costado entre efluvios tibios y húmedos o, en tu soledad fiera, la sombra de sonrisa meliflua que cruzó el océano para nunca más volver. Puede ser el imaginario ser que pobló un sueño, la dama que pasea su rostro en el parque, la actriz magnífica que se desmoronó ante las leyes inflexibles de la naturaleza, la mujercita del Sena en el verano anterior o aquella apretujada musa que perseguiste en los trigales.



Verás tu espejo, el vaho de tu respiración agitada que se resiste a morir, tus ojos inyectados y relumbrantes en medio de aquella penumbra solida en la que trazaste tu anterior poema.

Algo de paz, una taza de café negrísimo para batir las fauces del sueño. Perfilarás entonces tus primeras letras sin más pausa que la de tus ojos fatigados aleteando sobre las figuraciones que capturan tus letras raudas. Porque de eso se trata, de escribir sin pausa, sin tartamudeos, sin complacer a los silencios que mortifican la buena escritura como la lectura. Habrás de seguir, gobernado por una pasión que se enciende con cada verso hasta regir tu carácter, hasta raptarte en una vorágine de locura febril, de palabras que sin concierto construyen una trama, de una inspiración que avanza como la coraza de un barco, extraviado en tus propias tormentas, enfurecido como un ciego en el remolino, loco, cada vez más loco, sin destino, incierto en el huracán atroz, mientras que el climax te sacude, desgarramientos que te hacen temblar, concatenación de orgasmos vertidos en una página de papel inmóvil y,finalmente, el colofón, la paz, el silencio de la madrugada que te contiene apenas unos minutos, mientras te preparas para la segunda o tercera página.

Mientras te recuperas, tornan a tu memorias las imágenes que, como pleyades de ensoñaciones brutas, te despertaron una noche en Gibraltar. Un sueño, los dientes magnos, blancos, las comisuras al cielo, los ojos verdes, negros, la descomunal manifestación de un espectro que sintetiza, quizás, la belleza del universo, solo  destruida por su propia mortalidad. O quizás, asoma la arena blanquecina y las cenizas del mar negrísimo, un nombre, una batalla, el supremo resorte de una fe que te encumbra por encima de las deleznables cifras de cualquier nombre. Te dispones a escribir y el éxtasis te eleva hasta alturas considerables y así habrás de seguir hasta que el cuerpo extenuado, la inspiración en descendente te indiquen la ruta a seguir, la del eco de los pájaros picoteando las lápidas, la del silencio del alba, la del agotamiento de tu propia creación.

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