jueves, 8 de noviembre de 2012

Si quieres aprender

Los libros amplían el vocabulario y el vocabulario la inteligencia. La suma de palabras y conexiones entre ellas incrementan el rigor lógico. Me he persuadido de ello como de la potencialidad de cualquier NN de villorrio y esquina de tornarse en un genio de la especialidad que prefiera.



Un joven que en sus 17 obtuvo un magro índice de coeficiente intelectual, puede en sus 40 enfrentarse aun a un test de CI más riguroso y bordear encima de la genialidad si es que ejercitó la mente, leyó y sorbió palabras.

Sí, de acuerdo, pero hay asuntos que no lo ofrecen los libros sino la experiencia y más la experiencia que se contrasta a los años. Podía asumir que hace 10 años tenía percepciones erradas, porque hoy las tengo más completas y precisas. Lo primero que se aprende con el devenir de años (y no tengo muchos a cuestas) es a ser humilde. La soberbia juvenil nos coloca en posición de autosuficiencia frente al mundo y la fe. El joven se cree inmortal y sabio, sin reparar en las deficiencias de su visión sobre sí mismo. Nos damos cuenta que al sumar conocimiento somos más conscientes de nuestra ignorancia y, por tanto, a más conocimiento más convicción de nuestra ignorancia y estupidez. Es una progresiva paradoja.

Luego reparamos que los categóricos son ciegos, que no es nuestro el futuro, que toda promesa (lo decía Borges) es un desafío a la muerte y que en todo "Nunca" como en todo "Siempre" se esconden sendas  apuestas demasiado frágiles para ser tomadas en cuenta.

Advertimos que vivimos perpetuamente evaluados y, en tanto evaluados, privados de nuestra libertad. Desde la escuela, toda la vida en sociedad (incluyendo todos los espacios, desde los íntimos y recónditos a los públicos) es una lucha por ser aceptados, queridos, admirados o, apenas, aprobados.

Caemos en la cuenta que la familia tiende a desintegrarse como las viejas estructuras del barrio, la forma de nuestra ciudad, la gente, el mundo. Todos se convierten en pasajeros. Unos vienen y se esfuman, otros se van con o sin estela. El cambio nos rige y así todos los pronósticos son precarios, errátiles. Los planes son elucubraciones, las promesas no más que palabras, los amores eternos no más que vientecillos fugaces; pero pese a todo los únicos que nos resistimos a cambiar somos nosotros, los Hombres. Los sermones no transforman ni al más crédulo, los actos difícilmente se convierten en hábitos.

La experiencia, que es magisterio siempre, nos alecciona sobre el valor del hoy, del ahora mismo, que como decía San Agustín, reúne toda la eternidad. Nos enseña, además, de la importancia de desbaratar toda posibilidad sobre aquello que hoy nos traba y optar por lo asequible y real. Tras sueños grandes se difuminaron muchas vidas al fondo de una bruma. Algunos persistieron deslumbrados por una dama distante y reacia, sin reparo en las cercanía posible de una dama asequible, real y tal vez mejor. Unos se centraron en el problema aritmético más complicado y así se pasaron las horas y al entregar el examen no cubrieron las demás preguntas; más fáciles, por cierto.

Se aprende, desde luego, a desconfiar de las subjetividades, a veces idiotas e inconsistentes, que nos juzgan en los concursos o en la crítica y que competir o buscar la aprobación es un abrazo al desaliento que no se justifica. Aquel que concursa en una lid de arte, por ejemplo, y es derrotado, no será necesariamente un mal artista. Podrá no ser apreciado por el jurado de turno, que optó por aquel que creyeron era el mejor. En el "creyeron" está la clave del buen o mal juicio sobre el arte. No siempre se juzga con bien o se califica con justicia y como jamás habrá un consenso o una decisión individual o colectiva que sea certera, los concursos solo son apariencias, espejismos. Después de todo, lo importante es el goce de la creación por si misma y la aventura de vivir y servir. El éxito es una ilusión, solo fracasa quien se propone el éxito, no fracasa quien solo se propone vivir y vivir bien el día. No más.

Servir, sí, estar permanente ocupados sirviendo a nuestro modo, de eso se trata, en buena parte, enriquecer la vida. Y en enriquecer la vida propia y la ajena es que debiéramos centrarnos. Se sirve del modo propio, a través de lo que hacemos y de lo que nos proponemos hacer. Ayer, mientras velaban a un periodista valeroso y valioso de El Comercio, comprendí (de palabras de un joven sacerdote) que se sirve no solo con la billetera o el recurso del que disponemos (aunque viene bien la caridad), sino también con la acción cotidiana, el trabajo, sea el periodismo, la literatura, el Derecho, la economía, la enseñanza (y, desde luego, el blog).

Se aprende que no hay primacía mayor que el mundo espiritual y la trascendencia y que el trabajo inicial es superar la angustia unamuniana derrotando a la soberbia materialista y clamando la luz que nos permite ver. La segunda primacía, aunque más mundana, para quienes tiendan al arraigo y la estabilidad es la familia, los hijos. Pero hay para todos los gustos y prioridades, mis primacías, en cualquier caso, no las puedo imponer a los demás. Son las mías, referenciales probablemente.

Se aprende que se es aprendíz y quien no lea ni vea ni piense ni procese la experiencia, estará en un rango inferior, debajo del que aprende. Una larva condenada a la necedad en su vejez y a la oscuridad en su momento.

Se aprende que hay ciertas cosas que con el tiempo carecen de sustento claro, el aburrimiento, por ejemplo. Nos sorprende ya el crispado aburrimiento de un niño y hallamos cada vez nuevas cosas por hacer aun en un encierro.

Se aprende que la vida debe ser devorar y volcar, al menos la vida de un intelectual. Que el intelectual no espera reacciones ni simpatías, solo volcar lo que cree y sabe. Volcar, volcar con un tentador efecto multiplicador que ya no nos compete una vez producida la emisión.

Podría seguir y seguiré y, con seguridad, el tiempo me advertirá que hay mejores y mayores realidades que las planteadas en la edad en que estoy y que tan romo como obrar mal es no obrar en demasiadas ocasiones, sumando al arrepentimiento por todo aquello que no hicimos y en su tiempo debimos hacer porque nos provocaba, apenas eso, porque nos provocaba, sí.

Se aprende que hurgamos la verdad en la filosofía, la historia, la sociología y demás, desdeñando la ficción, cuando es en las novelas que aprendemos del espíritu, la psicología y el carácter humano. Con Hamlet y Ricardo III en los extremos sé tanto de los hombres como de Raskolnikov, el principe idiota, los Karamazov o el jugador de Dostoievski. La vida no me presentó personajes tan aleccionadores como esos o no supe indagar en todos aquellos que se me acercaron. Otro error que se asume por vivir, no sondear en el espíritu y el carácter de quienes nos rodean. Solo los más sabios se tornan en interrogadores y exploradores del alma de sus amigos, parientes y conocidos.

Se aprende, si se aprende bien, a ser realista, paciente, resignado, a ser agradecidos. Se aprende de tal forma si es que se aprende bien, porque malos aprendizajes los hay, cuando sesgamos o asumimos la vida con valores destructivos, cuando de lo que se trata es de enriquecerla cotidianamente. Se aprende a no aguardar mucho de las personas y de las cosas, a soñar menos, a temer solo lo que se debe temer, a someterse al viento caprichoso que juega en ocasiones con la voluntad. A no someterse a las voluntades hechizas, a no maravillarnos tanto de las gentes como sí de los espectáculos más sencillos, a venerar la soledad.

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